Notas extraídas del artículo escrito por Oscar López Gómez y publicado en la revista "Medieval", 41, 2011. Págs . 36-45.
Según el agustinismo existía una escala desde la paz más sencilla a la más compleja, cuyo alcance se consideraba el fin último y supremo. En principio (…) estaba la pax corporis (la salud) (...), la armonía de todos los órganos físicos. (…) Luego la pax animae, la paz del alma, (…) la ausencia de pecados y la concordia entre los sentimientos. (…) Seguidamente (…) la pax hominis mortalis o paz social, (…) el orden público. (...) Por último, la pax coelestis civitatis, la paz con la Ciudad Celestial, (...) las buenas relaciones entre los creyentes y su Creador.
La suma de estas paces (...) haría que el sistema sociopolítico de la Tierra fuese casi perfecto. (…) Los laboratores (…) deberían vivir pacíficamente con su cuerpo y su alma. Los encargados de la defensa de la población, los caballeros (bellatores) tendrían que imponer una paz social acorde con lo que el Cielo reclamaba, y los clérigos, los oratores, difundirían el mensaje divino.
(…) En el siglo IX Carlomagno basó toda su política en el agustinismo (…). Hizo que las nociones agustinas fueran adaptadas para conseguir sus propios fines (…) pero que a su vez perdieran todo su carácter pacifista (…). Los poderes de la Cristiandad (el Papa, las monarquías, los señores feudales), a imitación del Imperio carolingio, comenzaron a exigir que sus acciones fuesen legitimadas en virtud de su supuesto objetivo de defender la paz que Dios quería (…). La idea de la paz se puso al servicio del gobierno y no viceversa, como reclamase San Agustín. (…) La paz perdió su valor y, por contra, empezaron a valorarse los medios para alcanzarla, entre los que cabían la guerra cruel, la persecución de los grupos minoritarios, las presiones a los poderes locales e incluso la exigencia de nuevos tributos. Todo valía si era por el bien de la paz.
En plena crisis del sistema feudal las monarquías comenzaban a robustecer su poderío marcando (…) la génesis del absolutismo, cuyo auge se alcanzó en el siglo XVII. (…) En ese proceso (…) se dio mucha relevancia al uso de las ideas en torno a la paz [reivindicando] el papel de los reyes como máximos responsables de la justicia, la paz y el orden. Dichos reyes podrían ejercer un poderío absoluto con el que, se supone, lucharían por el sosiego, el amor, la armonía, la amistad y la tranquilidad. El lema era sencillo: si vis pacem para bellum (si quieres paz prepárate para la guerra). (…) Todo valdría para someter y pacificar a los súbditos.
(…) La obra que mejor evidencia la radicalización de los argumentos pacificadores es, sin duda, El príncipe de Nicolás Maquiavelo. (…) Lo importante era el fin a alcanzar y no los medios para alcanzarlo. (…) Se trataba de un discurso de un radicalismo aterrador, aunque Maquiavelo no era original. Lo único que hizo (…) fue difundir unos planteamientos políticos que estaban vigentes. (…) Uno de los casos que mejor demuestra esto es el del rey Enrique IV de Castilla (1545-1474), “el impotente”. Tal apodo (…) empezó a usarse (…) por la actitud pacifista del monarca en la lucha contra los musulmanes, pues no quería emprender contra ellos una guerra de exterminio (…), prefería la paz. (…) A la imagen de semejante rey pacífico (débil) [se opuso] la del rey Fernando el Católico, al que también se consideraría pacífico, pero que no dudó en recurrir a la violencia para establecer “su paz”. Fue a Fernando el Católico al que Maquiavelo dedicó El Príncipe.
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